En el evangelio de hoy parece que Jesús se dio cuenta de sus pensamientos, porque seguía hablando, recordándoles que las bendiciones de Dios no habían caído siempre sobre los judíos. Mencionó la viuda de Sarepta, y Naamán el sirio, extranjeros y de otra religión. Jesús estaba explicándoles que Dios no los escogió para ser una sociedad cerrada, solos beneficiarios de sus bendiciones. Más bien estaban escogidos para llevar estas bendiciones a otros. O sea, recibiendo el amor de Dios, tenían que compartirlo con todos. Cuando los oyentes se dieron cuenta que Jesús estaba pidiéndoles compartir las bendiciones de Dios con otros se enojaron. Se llenaron de ira al escuchar que ellos no iban a tener los honores de los poderosos. Y su ira era tanto que quería matarle a Jesús, porque el predicaba un mensaje que ellos no querían oír. ¿Y nosotros? ¿Cómo aceptamos las palabras de Jesús cuando no nos caen bien? Jesús dice que debemos perdonar; debemos compartir con los necesitados; debemos visitar a los encarcelados; dar la bienvenida a los forasteros, y tantas y tantas cosas más. A veces tratamos de racionalizar nuestra falta de responder pensando que “estas personas” no son dignas de perdón, de ayuda, o de consolación porque sus acciones no merecen tal respuesta. No llegamos hasta el punto de homicidio, pero nuestro corazón se llena de malas pensamientos y excusas. El mensaje de Jesús no es una invitación personal de sentirse bien cumpliendo los diez mandamientos. Su mensaje es un desafío de buscar la liberación de toda la humanidad, de ver a todos como hermanos y hermanas, a pesar de su raza, religión, idioma o estilo de vida. Si no entendemos que es un desafío difícil, no lo entendemos bien.